La Nueva York de Francisco Otero

El paisaje urbano de Nueva York, recreado en libres interpretaciones y perspectivas sui generis es el tema de la obra que Francisco Otero (A Coruña 1965) ofrece en la Asociación de Artistas. Arquitecto de formación, ha pensado que la racionalidad que introduce la geometría en el urbanismo no bastan para explicar ese singular e inexplicable encanto que define el espíritu de las ciudades y que surge de una mezcla de innúmeros factores, entre los cuales está sin duda la huella que lo humano ha ido dejando a lo largo del tiempo. 

Y, sin embargo, el Nueva York de Otero solo habla de lo humano por elipsis o por ausencia, con excepción de la multitud apiñada en el famoso puente de Brooklyn, mientras espera para pasar; no obstante, se trata solo de bultos anónimos, vistos de espaldas y, por lo tanto, sin rostro. Frente a este anonimato, curiosamente, su cuadro “Dreaming”, que representa a la estatua de la Libertad la muestra humanizada, como personificación de una gigantesca magna mater que protege y vigila la ciudad que se ve al fondo; para acentuar esta sensación de mujer viva, las texturas broncíneas de la escultura han adquirido la blandura y los tonos ocre canela de la carne; asimismo, el rostro tiene todas las trazas de una persona viva y vigilante.  

Una visión casi surreal es la de la enorme Gárgola con forma de ave avizorando el horizonte de la ciudad desde lo alto. Su vista del Central Park, en perspectiva de lejanía, desde los altos edificios del primer plano, convierte la amplia avenida central en un oscuro camino pizarroso que habla de soledad y de silencio; algo que acentúan los  bloques de calles que se apiñan a ambos lados como minúsculas colmenas de colores terrosos, configurando un espeso e inextricable laberinto, extendiéndose imparable hacia el blanco-azulado cielo, que tiene algo de necrópolis. No podía faltar la famosa vista de la isla de Manhattan, cuya forma ovular recuerda un barco  arado y como a punto de zarpar hacia lo desconocido; sin duda ahí está resumido el afán transformador de los fundadores de Norteamérica. 

El edificio Guggenheim y el puente de Queensboro se añaden como emblemas de esa visionaria ciudad. El Empire State y el edifico Chrysler se yerguen, con sus estilizadas y altísimas figuras, como ojivales agujas  que buscasen perforar el alto cielo; hoy forman parte de ese sueño americano, cuyo claroscuro recoge de forma estremecedora el “Aullido” de Allen Ginsberg, con su “Empire State bajo la luna”. En turbia luz de orto matutino sale el sol tímidamente en el cuadro “Amanece” y, frente a él se yergue, en imposible competencia, la llama que sostiene la mano de la estatua de La Libertad; New York se convierte así en mito atemporal y sólo toma tierra en dos pequeños cuadros: “¡Taxi!” y “Señales”, donde la cuadrícula de los ventanales de la fachada habla de cercanía. Enamorado de puentes colgantes, de perspectivas urbanas y de luces de ciudades conocidas, como la suya propia, Otero nos deja una vez más su inédito sueño de horizontes.

La Nueva York de Francisco Otero

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