Onomástica

Dentro de poco conoceremos los nombres que la Armada asignará a las futuras fragatas de la clase F-110 que se construirán en Ferrol, y aunque para muchos este aspecto les parezca baladí, no está demás que hagamos un pequeño repaso por los criterios que, a lo largo de la historia, se han venido imponiendo a este respecto.

Antes de nada quizás, debemos recordar que el barco es uno de los pocos productos nacidos de la industria al que se le otorga, desde la noche de los tiempos, nombre propio. Esto es debido, en parte, a la complejidad intrínseca de su construcción; y en parte, por la intención del armador de otorgarle una “personalidad propia”, que vendrá determinada por el valor simbólico del nombre adoptado. 

Como decíamos, a la hora de bautizar a las nuevas unidades, nuestra Marina se ha ido adaptando a los usos, costumbres e incluso “modas” imperantes en las distintas épocas, aunque quizás siempre habría que partir de la premisa apuntada Álvaro de Bazán, quien señaló en su día que: “[…] aunque por sí solas no los hacen invencibles, si sus nombres están bien puestos, hacen a sus dotaciones más aguerridas y esforzadas […]”. A partir de la llegada de la dinastía borbónica a la corona de España, y con el fin de honrar al Rey o a otros miembros de su familia (y también de paso para hacerlos más populares entre el vulgo), en ocasiones puntuales algunos de nuestros navíos llevaron en sus popas su nombre o su título, si bien es cierto que por regla general, durante la centuria dieciochesca se mantuvo la tradición, basada en la profunda religiosidad imperante en nuestra nación, de nominar a las naves a “golpe” de santoral. No obstante siempre hubo puntuales excepciones a esta norma no escrita, pues en el caso de que se incorporara a la Armada un buque de una potencia enemiga, se prefería conservar su denominación original, con el fin de hacer patente la captura, si bien la manía a castellanizarlos dio como resultado algunas denominaciones curiosas, fruto de un “Spanglish” poco “Ilustrado” pero sí muy divertido.  

Ya en el siglo XIX comenzarían a desaparecer las evocaciones religiosas, ampliándose el espectro de personajes a homenajear, por lo que las nuevas unidades pasan a llevar nombres de descubridores, conquistadores, marinos, generales del Ejército e incluso algún extranjero. Otra nueva opción instaurada, fue la utilización de términos topográficos. astrales, toponímicos y mitológicos. La “relajación” derivó, mediada la centuria, en que se empezaran a tomar nombres tan  incoherentes con la misión de un barco de guerra como “Concordia” o “Felicidad”; llegando a su mayor  grado de “degeneración” cuando se asignaron los nombres de “Pimiento”, “Feo” y “Feísimo,” a tres de nuestros guardacostas. En el siglo XX se vuelve de nuevo a la “cordura”, siguiéndose la pauta de repetir los nombres de unidades del pasado con un brillante historial. Esto no significó en ningún caso que se excluyeran a los personajes de la historia de nuestra Armada más relevantes, que siempre tenían su hueco en nuestros capital ships...y... por ahí “van los tiros”, querido lector. 

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