Irremplazable

Y único. El bueno de Román Piñón Bouza ha decidido decirnos adiós; bueno, espero que más que una despedida definitiva sea un “hasta luego”, aunque el que les escribe todavía no tiene asegurado su pase al cielo. Román sin embargo (y sin duda) estará ya al ladito de Dios, y muy atareado por cierto, pues como siempre aplicó durante su existencia el dicho “si no vives para servir, no sirves para vivir”, irá de allá para acá llevando a feliz término los encargos del Todopoderoso; es decir, haciendo lo que mejor se le da: el bien.
Como saben mis lectores habituales, vivo en Madrid, y cuando me enteré de la triste noticia no dudé un momento en organizar un viaje relámpago a Ferrol, cosa que por otra parte no tiene mayor mérito, pues apreciando como apreciaba a Román, cualquiera en mi lugar hubiera hecho lo mismo. A mi mujer no le hizo ninguna gracia el “viajecito”, más que nada porque meterte un ida y vuelta en coche de 1.200 kilómetros tiene “su miga”. Pero le dije: “tranquila que Román será mi ángel de la guarda y no permitirá que me pase nada”. Y así fue.
Román Piñón Bouza fue un ferrolano de pro y un buen español. Citar sus facetas de defensor del barrio de Caranza, las de historiador naval o amante de la música son pequeñeces si se comparan con lo que verdaderamente fue: una buena persona. En España estamos acostumbrados a que, cuando fallece alguien, lo que antes eran críticas despiadadas, se conviertan en loas para el fenecido. En el caso de Román esto no es así. Lo demostró el hecho de que en su adiós acudió, aparte de sus familiares, muchísimos amigos, cosa que no suele suceder con personas que llegan a cierta edad.  
A pesar de que intenté transmitir un ápice de aliento a sus familiares se me hizo imposible, sólo llegué darles unos fuertes y sentidos abrazos. Quizás en estos casos una mirada valga más que un millón de palabras.
Román deja a su maravillosa mujer (María Antonia) que fue su “escudera” hasta el final, y a sus dos adoradas hijas (María José y Natividad) a las que me pongo a su disposición para lo que necesiten.  Ahora con el pasar de los días me he dado cuenta de lo privilegiado que he sido por haberle  conocido, y de que me hubiera tenido como su amigo. Aunque Román estará presente en cada uno de nosotros, porque hasta que llegue el momento, su recuerdo permanecerá vivo en nuestro corazón, la pena de perder no sólo a un amigo, sino a un compañero (pues al igual que yo empleamos una pequeña parte de nuestra juventud sirviendo a la Armada; él como marinero-radio del crucero “Canarias”, y yo como marinero-sonarista de la fragata “Cataluña”) deja huérfana de consuelo nuestra alma. Descansa en paz, viejo amigo. Te echaremos mucho de menos.
 

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