Brexit (por favor)

En mi juventud, pensaba que no había ser más antipático que un inglés aristocrático. Luego, pasado el tiempo, lo que me pareció del todo insufrible era contemplar a un burgués de esta nacionalidad disfrazado de “progre”; pero lo que de verdad ha colmado mi paciencia con ellos, se ha producido este verano, al encontrarme con un “posh” de aquella maldita isla que se las iba dando de graciosillo.
Lo reconozco, no les trago. Los conozco muy bien. Conviví con ellos varios meses. Sólo admiro su cultura musical y futbolera, pero nada más. ¿Quieren pruebas?, miren el lamentable espectáculo que en su parlamento están dado por el Brexit. Huelgan comenarios. A Carlos III tampoco le gustaban ni un pelo los británicos. 

Era el caluroso verano de año de Nuestro Señor de mil setecientos cuarenta y dos, y la capital del reino de Nápoles (y las localidades colindantes) habían sufrido innumerables daños causa de un terremoto. El rey Carlos y sus ministros se encontraban enfrascados en la coordinación de la ayuda a sus desgraciados súbditos, cuando, el día 18 de agosto, se presentó la escuadra británica del almirante Mathews sin hacer saludo a la plaza. 

Llegado al palacio, el emisario de la flota británica, un joven oficial llamado Martín, expuso en tono altivo y con el desparpajo propio de su edad, la voluntad de su jefe de bombardear la ciudad si al cabo de una hora don Carlos no ordenaba la retirada de sus tropas desplegadas en el norte del país trasalpino que ayudaban a las de Montemar en lucha que tenían con las austriacas en la guerra de sucesión en la que se encontraba aquella nación. 

El caso es que el tal Martin se había presentado ante el rey con un reloj de arena bajo el brazo, que ni corto ni perezoso volcó sobre una mesa en cuanto terminó de expresar el ultimátum… cosas de la famosa puntualidad británica, se supone.

El rey, pese a su relativa juventud, contenía bastante bien sus emociones, y dio la espalda al inglés para dirigirse a la ventana, donde contempló los daños que había producido el seísmo en su otrora bella ciudad. Su mirada, en principio perdida, pronto se focalizó en un grupo de gente que desescombraba una casa buscando a sus seres queridos…a pocos metros de ellos otros de sus ciudadanos deambulaban sin rumbo vestidos con harapos. Aunque la decisión no precisaba de muchas cábalas, Carlos se tomó su tiempo, y sintiéndose observado por aquel el hijo de la Gran Bretaña, recorrió la sala con la mirada perdida y semblante serio. La dignidad se tiene o no se tiene, y si no se puede tener, al menos se aparenta. 

Pasada una media hora D. Carlos, súbitamente se detuvo y exclamó: -Dígale a su almirante que el tey de Nápoles accede a su requerimiento por amor a su pueblo, al que no quiere verle sufrir más desdichas.

Martín cogió el reloj y se fue por donde había venido con una sonrisa de oreja a oreja. No en vano, no se humilla a un rey todos los días. Lo que jamás pudieron suponer los ingleses, es que aquella afrenta no sería nunca olvidada por el príncipe de aquel pequeño reino que, por caprichos del destino, años después se convertiría en uno de los soberanos más poderosos de la Tierra.

Brexit (por favor)

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