España es un país en el que el terrorismo se ha percibido como un repugnante acto de «higiene democrática». La necia idea de reparación de una guerra pérdida, la dictadura sufrida, la naturaleza ideológica de los criminales y la añoranza del tirano, han pesado en lo terrible de tal determinación. Un tremendo error, una inmensa infamia, que nos venden unos, bajo la premisa de que esas criminales organizaciones son ángeles valedores y vengadores de sus ideales. Y presentados, los otros, a las suyas, como elementos esenciales de una necesaria recalibración o aniquilación democrática.
Ambas fuerzas han ido equilibrándose en esa aberración, sumiéndonos, durante décadas, en un gradual desarme moral frente al terror, en la medida en la que cada grupo buscaba y busca justificar la esencia de la idea, obviando a sus víctimas.
En esta execrable polarización participan y han participado gobiernos, instituciones, organizaciones sindicales y sociales, de tal modo que han ido pudriendo el sano cerne social, pese a ser más numeroso. Sometiéndolo a un estado de asedio y desamparo del tal calibre, que no le dejan otra opción que la de sumarse, como masa silenciosa, a la vileza de esa confrontación, convirtiéndolos en rehenes de ella, cuando no, y por omisión, en cómplices de sus alevosos crímenes.
No es, por tanto, que nos cueste reconocer los rostros de víctimas y verdugos, es que en esta maldita encrucijada, se funden y confunden.