Me quedo con sumar fuerzas, jamás dividirlas o partirlas por intereses mundanos. Nuestra propia vida es un cúmulo de sendas comunitarias, donde todos somos necesarios e imprescindibles, para llevar a buen término las tareas encomendadas en función del bien colectivo. Téngase en cuenta que cada persona tiene la singularidad de brillar con luz propia entre los demás, pero su irradiación complementa y brinda oportunidades. En consecuencia, también la lucha social implica una capacidad de unión y unidad dentro de la diversidad, un espíritu de universalidad y de aproximación condescendiente, donde lo que menos debe importarnos es la territorialidad, sino el vínculo fraterno y la dignidad de la persona, con lo que esto conlleva de consideración a los principios y valores naturales. Dilapidar estos dones recibidos es entrar en un proceso de destrucción, que ensombrece nuestra propia identidad humana, dejándonos en el desaliento total del abandono. En efecto, no hay lugar para la idea de individuo desligado del cuerpo social, familiar y grupal. Al presente, tenemos que buscar horizontes de encuentros que cuiden los puntos de arraigo. Sin duda, es fundamental contar con más asistencia para quienes se desplazan, en particular los grupos vulnerables, además de ofrecer un mayor apoyo a los países de acogida para la protección e inclusión de las personas desfavorecidas. Ahora bien, nunca olvidemos que la renovación comunitaria comienza por el compromiso personal de cada uno, lo que nos demanda un espíritu cooperante permanente y una vuelta a la esencialidad de la propia vida, para deshacerse de lo que es superfluo y nos oprime. Sólo así, podremos sacar la fuerza de una vida nueva, en continuo aprendizaje sea a nivel personal o comunitario, con el activo de la concordia para nosotros mismos y para la sociedad. Creer que ya lo hemos aprendido todo nos hace caer en la soberbia. Endiosarse es la mayor estupidez. En nuestros días, lamentablemente, suele difundirse un estilo de vida individualista en función de la competencia de mercado y del máximo beneficio. Indudablemente, hemos de cambiar de orientación; al menos para que cesen el aluvión de violencias que nos están adoquinando el ánimo, así como los maltratos y el exterminio de la Madre tierra. Únicamente el retorno al verso y la palabra, al espíritu creativo con la humildad de su voz, podrá apaciguar los encendidos territorios mundanos. Tampoco se pueden seguir violando los derechos humanos. Para empezar, necesitamos que los gobiernos se comprometan con el sentido comunitario para no dejar a nadie atrás, volviendo a encaminar al mundo hacia un futuro más armónicamente verde, limpio, seguro y justo para todos. Nosotros también, tenemos que habituarnos a la práctica cotidiana de la reflexión, a la exploración de la conciencia, para vigilar nuestros interiores. Siempre en guardia y en acción. Allí donde reina el conflicto o se vierten lágrimas inocentes, con riadas de angustia y dolor, nosotros no podemos más que reconocer miserias e inhumanidad. Despertemos el sentido estético y contemplativo universal, no pongamos muros territoriales entre nosotros, establezcamos renovadas ilusiones que nos estimulen a optar por otro estilo de vida, menos voraz, más sereno, menos endiosado, más respetuoso en suma. Porque mientras más corrompido está el corazón de la persona, más necesita poseer, endiosarse y derrochar. Regresemos a la lírica, despojados de poderes y pongámonos a servir metáforas celestes. Vuelva la ternura bucólica, a esa mística de interconexión e interdependencia de todo lo creado, y todo será más apacible.
Esto no puede dejarnos indiferentes, nos exige a todos un cambio de panorama mundial, con una respuesta específica y valiente, sostenida y sustentada por el gozo de los corazones hermanados. La apuesta es bien clara, precisamos cuanto antes abrazarnos frente al odio fomentado por todos los rincones planetarios. Tenemos que atendernos y entendernos, siendo más poesía que poder, sabiendo además que las verdaderas columnas sociales parten de lo auténtico y alzan el vuelo con la libertad. La conciliación no es un papel que se firma, sino un poema que se vive y se ofrece compartiendo las penas. Por consiguiente, creo que hemos llegado a la página de los deberes reconciliadores, al llamamiento a una tarea vinculante y necesaria, como la obligación de respetar los derechos ajenos. Al fin y al cabo, lo importante no es lo que va a pasar en un futuro, sino qué vamos a hacer. Pues, entonces, manos a la obra.