Sánchez y los castillos de arena

Escribir sobre el presidente de gobierno es como levantar castillos de arena en la lengua del agua. Cuidadas construcciones a las que no les falta capricho arquitectónico, ni incumplen norma alguna sobre emplazamiento, idoneidad de materiales y respeto al medio. Un castillo en el que pones lo mejor de ti, aun sabiendo que no va a tardar en subir la marea y se lo va a llevar por delante en su natural discurrir.


Es ponerte a dar tu opinión sobre sus formas y modos en la acción de alcanzar el gobierno y gobernar, y sentir en la boca una sensación extraña, desabrida, añeja, la propia de una mala premonición. Para conjurarla, ensayas una frase capaz de dar forma en tu cabeza al pandemónium de su idea. Pero no la encuentras, solo ese margo atraganto, esa sensación de estar siendo objeto de una burla cruel, de un escarnio, de una ignominia gigante. De su tamaño te advierte sentir que te desborda para ir a derramarse sobre el común. Democracia, derechos, libertades, todos quebrados, resentidos, burlados y en ese menosprecio cínicamente justificados.


Pero aun así, sientes la necesidad de defender esos valores en la cabal idea de hacerle ver el atropello y en la sana esperanza de que lo repare. Te armas entonces de respeto y levantas a sus pies un hermoso castillo, cuajado de inocencia y razones, aun sabiendo que de inmediato, vendrá la marea de su conveniencia y lo pisoteará sin cuidado, y que de ese fango te pedirán explicaciones.

Sánchez y los castillos de arena

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