Racionalidad y políticas sociales

La racionalidad, una de las características, pero no la única, de las políticas públicas en general debe enmarcarse en los postulados del Estado social y democrático de Derecho, de forma y manera que deberá orientarse a favor de la dignidad humana, a favor de la plena realización del derecho social fundamental. Lo que no quiere decir que no suponga en determinados casos, que la misma racionalidad aconseje determinadas limitaciones en el ejercicio de los derechos fundamentales sociales pues este estándar debe aplicarse en las coordenadas del tiempo, del espacio y de la realidad social y puede aconsejar en determinadas hipótesis estas medidas limitativas. Medidas que nunca podrán laminar el contenido esencial del derecho social fundamental. Por eso el artículo 4 del Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales dispone que las limitaciones al ejercicio de los derechos reconocidos en el Pacto solo podrán establecerse en la medida en que sean compatibles con la naturaleza del derecho regulado.


En materia de prohibición de regresividad de los derechos sociales fundamentales la restricción de los derecho, cuándo sea imprescindible, debe estar justificada por hechos o circunstancias sociales en el marco de los fines lícitos perseguidos por la norma. El interés general, siempre que esté argumentado y sea concreto, puede justificar la restricción pues en última instancia tal limitación reside en los postulados del Estado social y democrático de Derecho, que se resume en la centralidad de la dignidad humana en el marco de la promoción del bienestar general de todos y cada uno de los ciudadanos.


En materia de derechos sociales fundamentales la regresividad constituye un factor agravado del análisis de razonabilidad, por lo que la prueba de que una norma es regresiva determina una presunción de invalidez o de inconstitucionalidad trasladando al Estado la carga de argumentar a favor de la racionalidad de la medida propuesta. Es decir, se produce una inversión en la carga de la prueba y, por otra parte, es menester tener presente el estándar de interpretación que debe emplear el juzgador ante la argumentación del Estado de la validez de la norma en cuestión.


En materia de carga de la prueba en asuntos en los que se cuestionan normas tachadas de antidiscriminatorias, la jurisprudencia norteamericana ha sentado que en estos casos, cuándo existen categorías sospechosas, es el demandado, no el demandante, siempre que acredite la presencia de una categoría sospechosa como la discriminación, el que debe probar la razonabilidad y juridicidad de la norma. Es el Estado en estos casos quien debe justificar la medida que pretende adoptar puesto que existe una presunción de antijuridicidad de la norma acusada de discriminatoria por estar fundada en la doctrina de las categorías sospechosas.

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