Predicar en el desierto

Contar con una tribuna de opinión es gratificante. Sucede que cuando se trata de tratar los modos y maneras de hacer y conducirse de muchos de nuestros políticos, te sientes soberanamente estúpido, tanto como ese buen hombre que sermonea a la mafia con cuestiones éticas en el absurdo afán de hacer de ellos honrados ciudadanos. Son mafia, ¡por dios!, conocen la gravedad y maldad de sus actos y también la necesidad de sostenerlos como medio de supervivencia. Si no son terribles, ¿qué esperanza les resta en el oficio?
 

No quiero decir, entiéndaseme, que los políticos sean o se comporten como mafiosos, son honorables seres al servicio de la sana idea de una sociedad más justa. Pero sí es cierto que cuando tienen algún comportamiento deshonesto o delictivo y se les recuerda moralizando, afeándoles la conducta, o como queriéndolos hacer entrar en razón, te sientes más que párvulo, estúpido, al ser consciente de que no te estás dirigiendo a inocentones espíritus o naturalezas diezmadas por alguna minusvalía psíquica, sino a personas formadas que cuentan con los instrumentos esenciales para ese elemental entendimiento y que si se comportan con esa indolencia lo hacen a sabiendas. Tanto que no dudan en anular los supuestos penales por esos delitos, aminorar, en su caso, las penas y absolver sin recato las condenas.
 

Nos queda el muto consuelo de narrárnoslo para sentir en el consentimiento la vergüenza de su desvergüenza.

Predicar en el desierto

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