El mundo de los objetos perdidos

n casa preparamos todo lo que nos hará falta al día siguiente después de cenar. Es como si cerrásemos las obligaciones diarias con ese ritual que precede al momento en el que Sara se va la cama y mi marido y yo leemos un rato o vemos algo en la tele (ahora mismo, El largo río de las almas).


Yo suelo tenerlo todo ya metido en el bolso —por eso pesa lo que pesa—, así que termino antes y me siento a esperar a que acaben ellos. Bueno, y a contestar sus preguntas:


–¿Dónde están mis zapatillas de correr?


–En el baño.


–¿Has visto mis gafas?


–Sí, encima de la chimenea.


–¿No sabrás dónde está el cargador del iPad?


–En la repisa de la cocina, al lado de la mesa.


–Mamá, ¿dónde he dejado el pijama?


–En el sillón de tu habitación. Arrebujado, por cierto –añado, con la esperanza de que algún día cale el mensaje sobre la importancia de estirar y doblar la ropa.


Me siento como el narrador omnisciente de la novela de nuestra cotidianidad. Sé dónde está todo. Como si hubiera heredado de mi madre una conexión sobrenatural con las cosas perdidas. Porque si algo me maravillaba de niña era eso: que los objetos aparecieran en el mismo sitio donde acababas de mirar, pero solo después del “¿a que voy yo y lo encuentro?” que creo que llegó a pronunciar en alguna ocasión, como toda madre de los 80.


Tanto me desconcertaba que llegué a creer que existía una dimensión paralela: el mundo de los objetos perdidos. Un lugar secreto del que las cosas entraban y salían a su antojo. Y del que, en infinidad de ocasiones, solo se asomaban cuando las buscaba tu madre. Adrede. Con toda su mala leche. Para hacerte quedar mal, claro.


Incluso ahora, que soy capaz de localizar casi todo lo que se extravía dentro de casa, sigo creyendo que ese universo existe. Claro que ya no lo imagino como un cuarto desordenado lleno de trastos jugando al escondite. Con los años, he empezado a pensar que allí también acaban algunas personas.


No las que se mueren. Tampoco las que se difuminan entre la bruma de la distancia o la rutina. Solo las que defraudan. Los vínculos que creíste sólidos y se derrumbaron. Quienes una vez escogiste, pensando que era recíproco, y te traicionaron. Los que silenciaron tu voz, distorsionaron tu historia, te relegaron a un papel secundario o, simplemente, no quisieron verte, aunque estabas a su lado.


Durante años pensé que todo lo que desaparecía debía ser buscado. Por respeto, por costumbre, por cierto cariño nostálgico. Pero no. No todo lo que se va merece ser llamado de vuelta. No todo lo que se rompe es digno de ser reparado.


Ahora que me siento con el poder de encontrar lo que busco sin tan siquiera levantarme del sofá, ya no quiero dejar que los afectos entren y salgan cuando les dé la gana.


A estas alturas, lo que quiero es la llave. Ya no del cajón de los calcetines perdidos, ni del universo doméstico que todo lo absorbe, sino de algo más delicado: mi memoria, mi tiempo, mi centro. Que será solo para quien se lo haya ganado.


Mientras encuentro esa llave, pego dentelladas, sí. Por supervivencia. Porque hay que morder a veces para hacerse oír. A fondo. Con nombre. Con voz propia. Manejando el timón. Sin pedir permiso. Con colmillo afilado.


Y me sorprendo canturreando, sin saber por qué:


We didn’t start the fire. It was always burning since the world’s been turning. We didn’t star the fire. No, we didn’t light it, but we tried to fight it.


No iniciamos el fuego. Siempre estuvo ardiendo, desde que el mundo gira. Nosotros no iniciamos el fuego. No, no lo encendimos, pero intentamos combatirlo.

El mundo de los objetos perdidos

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