Muerte de una madre

Cuando muere una reina, a príncipes y princesas se les rompe el corazón y todos lo hemos sido a la sombra de una reina madre, al igual que a su sombra hemos habitado los más amables y dignos palacios.
 

Me duele el fallecimiento de la reina Isabel, en esa justa clave, la de sus hijos, porque son ellos quienes de verdad han perdido a una reina, la de sus corazones. Esa mujer que les regaló algo más que la vida, la inquebrantable certeza de que merece la pena vivirla con arrojo en la ternura de la valentía y con amor en el coraje de la cobardía, porque no nos hace más fuerte serlo sin asomo de esa delicadeza, ni más débiles el hacerlo sin la valentía de no negarlo.
 

Una madre y una reina, en la proximidad y esencia, republicana, y en la distancia del cargo, monárquica, esa que jamás eligieron porque a su sombra toda vanidad se reduce al delicado afán de sentirnos en ella amados y por ella eternamente confortados. 
 

Para el mundo ha muerto una reina, para sus hijos una madre coronada por el infinito amparo de su presencia y permanencia. Una madre que no han tenido que compartir ni de la que renegar porque no cabe ni esa liberalidad ni esa ofensa en el corazón niño de un hijo, ni aun a la vera de una «mala» madre.
 

Hoy el corazón de todos los huérfanos está de luto porque necesariamente hemos recordado a nuestras madres, a nuestras reinas, en la única morada digna y única dignidad conocida, la de su divino seno y humano aliento.

Muerte de una madre

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