Perdón por hablar de uno mismo, que es algo que un periodista solo puede/debe hacer en ocasiones excepcionales, en las que haya vivido en primera línea acontecimientos inéditos. Pero es que yo viví, como informador muy bisoño que por primera vez viajaba al país vecino, los acontecimientos ocurridos –este 25 de abril se cumplirán cincuenta años– en el Portugal de la ‘revolución de los claveles’. Y pienso que me llega el momento de recordar, con la nostalgia que proporciona saber que aquello fue irrepetible y, sin embargo, sigue sirviendo de ejemplo aquí, al este del Alentejo y de la Serra da Estrela.
La inolvidable imagen de los soldados, hartos de las guerras coloniales, que se lanzaron a las calles de Lisboa para imponer la democracia a punta de fusil rematado con pacíficos y amistosos claveles y que coparon las portadas de todos los periódicos del mundo. Fue toda una campanada en la España franquista: el Portugal salazarista salía, de la mano de un general pintoresco, con monóculo y polainas, Antonio de Spínola, de una dictadura que en ocasiones habían querido equiparar a la española. Franco moriría, año y medio después, abriendo paso hacia una trabajosa democracia, que solo llegó plenamente en 1977. Para entonces, Portugal llevaba ya tres años de ejercicio pacífico de libertades.
Portugal y España, descubrí inmediatamente una vez que me sacudí prejuicios y tópicos, son países muy diferentes. Separadas por la Historia y por la brusquedad de la meseta castellana, las naciones ibéricas siguieron trayectorias históricas muy diferentes. Y con talantes políticos muy distintos: la moderación y la cooperación reinaron en un Portugal que hizo la revolución de los militares –creo que de los protagonistas solo queda vivo Vasco Lourenço, que a sus 83 años preside la Fundación 25 de abril– sin disparar un tiro, o disparando muy pocos tiros, para ser exactos: el único muerto que constato fue un soldado que permaneció dormido en su barracón, sin enterarse de los avisos de bombardeo lanzados en septiembre de 1974 por el ya ‘contrarrevolucionario’ Spínola. A quien hoy, típico, la Historia lusa ha perdonado: ascendido a mariscal, sus restos mortales reposan en la ‘cripta de los generales’, venerado junto a otros militares que ocuparon puestos clave en aquel proceso.
En España, tras una esperanzadora transición que duró, a mi juicio, hasta que abdicó el Rey Juan Carlos I en 2014, se produce ahora una creciente línea de confrontación política, hecho añicos el ‘espíritu del setenta y ocho’ que rememora(ba) la Constitución. Se practica una política a la que yo califico de ‘testicular’ y que, tanto entonces como ahora, sería imposible en el templado Portugal bañado por la brisa atlántica.
Nunca más que ahora difieren nuestros estilos, y bien que ha quedado reflejado en la trayectoria poselectoral del 23 de julio pasado en Madrid frente a lo que ha ocurrido en las recientes elecciones legislativas lusas de marzo tras la pundonorosa dimisión del primer ministro socialista Antonio Costa, acusado sin pruebas de corrupción. Los socialistas portugueses hicieron lo obvio, lo mismo que, por cierto, hizo Felipe González en 1996: dieron el poder a quienes habían ganado, aunque con porcentaje insuficiente, las elecciones, en este caso los conservadores de Luis Montenegro, que hace poco más de una semana, por cierto, visitaba a Pedro Sánchez en La Moncloa.
Dos estilos muy diferentes, dos países con problemas y trayectorias cada día más menos convergentes. Creo, lo pensé cuando, por primera vez, el 23 de abril de 1974, enviado a Lisboa casi como corresponsal de guerra –palabra: ese era el concepto en la España de Franco sobre lo que estaba ocurriendo en el país al oeste– pisé el asfalto de la plaza dos Restauradores, que España tiene que seguir aprendiendo mucho de Portugal, el buen vecino. Por eso, en estos momentos de angustias territoriales en mi país, he querido hoy distanciarme un momento, evocando lo ocurrido hace medio siglo y que dio origen a una de las experiencias políticas más inéditas y afortunadas quizá del mundo. Salud para otras cinco décadas (por lo menos), hermanos portugueses.