Ha llegado el otoño ¡por fin! Los cielos amanecen envueltos en grises y el suelo brilla, barnizado de lluvia. Siempre habrá quién se queje, porque como dice el refrán, y nunca mejor expresado en este caso, “nunca llueve a gusto de todos.” Rompo mi rutina, me tomo la licencia de cambiar mis horarios y desde ahí, busco las palabras para compartir esta semana.
Palabras, poderosa herramienta. Desde niña me ha gustado jugar con ellas, descubrir nuevos vocablos, entender sus orígenes, desvelar sus distintas acepciones, deconstruirlas o incluso inventarlas. Recuerdo que disfrutaba hojeando los libros de la inmensa biblioteca de casa -a los ojos de una niña todo se magnifica- y conectando con tal o cual voz. Los diccionarios resultaban ser auténticos baúles cargados de tesoros polisémicos. Por eso nunca han faltado en mis estanterías glosarios, diccionarios de sinónimos y antónimos, léxicos en diferentes idiomas. Claro que hoy en día encontramos todo ello en internet, pero me sigue gustando hojear, visitar al azar las páginas de todos esos ejemplares.
Las palabras son la base de nuestra comunicación, con ellas nos relacionamos, expresamos ideas, emociones, pensamientos. Podemos subestimarlas, pero sin lugar a duda, su impacto en nuestras vidas es profundo y omnipresente. Tienen el poder de moldear nuestra realidad, influenciar y dar forma a nuestras percepciones.
Anoche escuchaba un podcast sobre la filósofa y activista Simone Weil y enlazo con su libro “El poder de las palabras” donde nos comparte, de manera brillante, sus ideas sobre la manipulación del lenguaje por parte de los poderosos, las obligaciones de los individuos entre sí y las necesidades -de orden, igualdad, libertad y verdad- que nos hacen humanos. Como bien decía “Hay ciertas palabras que poseen, en sí mismas, bien usadas, una virtud que ilumina y eleva hacia el bien.” Añadiría que, por el contrario, otras se postulan como armas arrojadizas, capaces de manipular o herir. Se repiten los discursos, oímos incesantemente estos días palabras como autodeterminación, amnistía, guerra, pacto, acuerdo. Sin duda, el contenido de cada una de esas voces, conectará en cada persona con su memoria, sus experiencias de vida. No es lo que se dice, es cómo se dice y a eso se añade nuestra propia percepción, que va dotando de un contenido particular los mensajes que recibe. No es ajeno a todo ello el uso que hacemos en nuestro diálogo interior. Las conversaciones que mantenemos con nosotros mismos, las voces que utilizamos para dirigirnos a nosotros van esculpiendo nuestra autopercepción. Cuántas veces nos habremos dicho alguna lindeza del estilo “soy idiota” “ya me vale” o “compramos” las etiquetas que nos pusieron en nuestra infancia. La mía era “charlatana”, menos mal que la cambié por “comunicadora.” Una vez no pasa nada, pero repetidas ocasiones modula, para bien o para mal nuestra autoimagen. En definitiva, una palabra puede causar dolor o puede sanar. Las palabras hacen y deshacen nuestras relaciones, enamoran y destruyen; le dan sentido a las cosas que hacemos y que nos pasan. Ganan o pierden negociaciones. Generan ideas y proyectos o crean vacíos. Son, sin duda, nuestro principal poder, como dice Dumbledore, nuestra más inextinguible fuente de magia. Entender las palabras, entender nuestra relación con ellas es la base de una vida mejor. No se trata de un juego banal, si no un juego serio. Hagamos pues como Emily Dickinson quien decía “No sé nada en el mundo que tenga tanto poder como una palabra. A veces escribo una, y la miró hasta que comienza a brillar”.