Las voces, no solamente de Aznar o de los jueces ‘conservadores’, que hablan de ‘crisis constitucional’ o de que ‘estamos en el principio del fin de la democracia’ suben de tono a medida que se aproxima la fecha en la que, inexorablemente, habrá de celebrarse la sesión de investidura para que Pedro Sánchez pueda seguir gobernando en España.
El secretismo opaco de las negociaciones y el volumen e importancia de lo negociado, así como la propia puesta en escena de la negociación hacen que muchos nervios se desaten y los profetas de un cierto Apocalipsis desborden su enfado. Pues claro que existe una crisis de una Constitución que hace tiempo que debería haberse reformado. Y claro que puede que estemos ante el comienzo del fin de una democracia... tal como la concebíamos hasta ahora.
Así, para nada resulta arriesgado aventurar que la probable --quién podría dar nada por seguro en estas horas líquidas-- investidura de Pedro Sánchez, que se dará en unas condiciones que a todos nos hubiesen parecido inverosímiles hace apenas tres meses, supondrá nada menos que el comienzo de un período constituyente, que abarque muchas modificaciones sobre el orden político hasta ahora conocido. La carta magna, que por pereza, sectarismo o cobardía de muchas generaciones políticas no ha sido reformada en puntos sustanciales, evidencia agujeros que, de una u otra forma, derivan en incumplimientos palmarios. Y el deseable equilibrio entre los poderes clásicos de Montesquieu, lo mismo que el ordenamiento electoral o la financiación autonómica, han entrado en respectivas severas crisis que es preciso reajustar.
Una democracia no puede trampear su funcionamiento sorteando las líneas rojas de la estricta legalidad, del sentido común y a veces hasta de la lógica. Y todo ello ha ocurrido en los últimos años desde que, en 2015, estalló una crisis política que está lejos de cerrarse, si es que no se está agravando, por mucho que quienes nos dirigen insistan en que los pactos territoriales y políticos auguran una normalización. Que, de hecho, está suponiendo un olvido del ‘espíritu del 78’, que ya casi nadie parece recordar.
En qué pudiera consistir ese ‘período constituyente de hecho’ (sin duda, oficialmente nadie va a calificarlo así) que se abrirá en 2024, en una presumible nueva etapa de lo que ha dado en llamarse ‘sanchismo’, es algo sujeto aún a muchas cábalas e interpretaciones. Nada está cerrado, porque ni siquiera la investidura de Sánchez lo está todavía, pero qué duda cabe de que ni el funcionamiento del Ejecutivo, ni el del Legislativo -incluso se ha cambiado de manera partidista al letrado mayor del Congreso- ni, menos aún, el del Judicial, van a seguir siendo lo mismo, para bien o para mal, que aquí las opiniones son libres. Y las modalidades excesivamente ‘interpretativas’ de la Constitución han comenzado ya a implantarse, de manera que, entre ‘olvidos’ de algunos artículos, evidente desfase de algunos Títulos, retorcimiento de ciertos preceptos y arreglos imaginativos, al texto de 1978 va a acabar por no reconocerlo ni la madre que lo parió, por mucho que los dos ‘padres’ vivos de aquel texto se sienten a derecha e izquierda de la heredera de la corona en las mejores ceremonias oficiales.
Así, hemos llegado a un punto en el que tan absurdo es proclamar que la Constitución no debe tocarse como aseverar que ha entrado en una crisis total. Tan ridículo vocear que estamos empezando a matar a nuestra democracia como asegurar que este valor se garantiza ahora, con estos mandatarios, mejor que nunca.