La fatalidad en política es para el aspirante, la inacción; para la ciudadanía la indignación. Esa fuerza que inmoviliza a unos y desmoviliza a los demás, polarizándolos al extremo de no permitirles una contemplación real de lo que está sucediendo y la necesidad de un rearme ético y democrático. En momentos como estos, las sociedades entregadas a la indignación se suicidan como lo hacen las mariposas que buscan en el ardiente latón de las farolas el sol que las noches les niega: populismo, extremismo, desolación...
Debemos sosegar la indignación con la reacción democrática. Los hechos que están ocurriendo lo exigen: destrucción de la separación de poderes, ocupación del poder judicial, aminoración de los delitos de corrupción, quiebras en la solidaridad y la igualdad..., no lo debemos consentir. Tampoco esa falta de acción y ese asirse a la indignación de los partidos que aspiran a gobernarnos. Son ellos los que deben dar el paso de regenerar la democracia, exigiendo separación de poderes, libre elección de los jueces por parte del Consejo, aumento significativo de las condenas por corrupción, malversación y fraude electoral, libertad de prensa y expresión... Si no prometen esas y otras medidas de urgente regeneración democrática, significará que el fondo y en la forma ven en ellas un modo de hacer política que un día les pueda ser de utilidad, por lo que entienden que lo más apropiado es indignarse sin salir de la inacción.