Mi reloj interno todavía no se ha acostumbrado al cambio horario y además no sabe que es festivo. Me levanto temprano. Hoy amanezco en casa de mi madre, luz, paisajes, silencio, aromas, distintos a los de casa, pero igualmente hogar. Hoy toca acompañar a las personas que están y honrar a las que se han ido. Las más cercanas y las más lejanas. Las que se fueron por edad y las que aún cuando “no tocaba”, la enfermedad, las guerras, y otras circunstancias se las llevaron.
Escribo estas líneas en el ordenador de mi padre, todo permanece prácticamente igual en su despacho, los libros, las fotografías con los muchos personajes entrevistados, su televisor para ver las óperas del “yotuvi” o rememorar sesiones de “Estudio 1”, el magnífico retrato que le regaló Juan Pardo en su 90 cumpleaños, toda una explosión de color, fiel reflejo de su vida. Me lo tomo como mi homenaje personal. No hay lugar a donde llevar flores, pero mientras no hay olvido, hay presencia.
La muerte, quizás incluso más que la vida, en un tema recurrente en todas las culturas y no cabe duda que cada una de ellas cuenta con su particular forma de entenderla y gestionarla. En la tradición cristiana la celebración real sería ayer, 2 de noviembre, pero la hemos ido adelantando a la víspera, coincidiendo con el festivo de “Todos los Santos”. Dejamos así atrás días en los que quizás montamos un altar florido, visitamos un cementerio o establecimos un diálogo silencioso para rememorar. Pudo ser el miércoles, ayer, o porque no, cada día. ¿Pero lo hacemos como un simple gesto “por costumbre” o conectamos con el sentido real? Ahí está el honrar, respetar las raíces que en gran parte conforman nuestra identidad y nos permiten volar hacia nuestra propia vida.
En nuestra cultura, muerte y duelo despiertan un temor irracional en la mayoría de las personas, quienes no son capaces de aceptar este hecho que es natural, desde el mismo momento en que nacemos. Esto genera un vacío poco saludable, tanto a nivel social como individual. Gran parte de esta desnaturalización se debe, seguramente, al proceso de la muerte en hospitales y el velatorio en salas especializadas, apartando del calor del hogar ese momento. Pareciera que evitar hablar de la muerte nos permite huir de esa realidad, de la finitud de la vida. El contacto directo y sin negación con la muerte y el duelo nos abre a una comprensión nueva sobre nuestra identidad, el mundo en el que vivimos y el sentido de nuestra vida. Recuerdo una de las prácticas más intensas que experimenté en mis veranos de Guadarrama, durante mi formación de PNL con Gustavo Bertolotto –al que traigo estos días también a mi memoria-, y que consistía en “vivir” mi muerte.
Desaparecer, dejar de existir, tomar conciencia de que mañana puedo no estar aquí, me hizo relativizar situaciones, conectar con lo realmente importante y aprovechar cada día de una manera más consciente. Hablar de muerte es por lo tanto hablar de vida, de la vida que queremos disfrutar y del sentido que le queremos otorgar a nuestra existencia. Ya lo decía Elizabeth Kübler-Ross “Es sólo cuando realmente sabemos y entendemos que tenemos un tiempo limitado en la tierra – y que no tenemos manera de saber cuando nuestro tiempo se ha acabado- que entonces comenzamos a vivir cada día al máximo, como si fuera el único que teníamos.” Vive, vive sin pedir permiso.