Por fortuna, no llovieron bombas H sobre nuestras cabezas, pero tampoco se concretaron las promesas de la Era Nuclear. En 1954, el presidente de la Comisión de Energía Atómica de Estados Unidos dijo que la fuerza del átomo generaría electricidad tan barata que costaría más medirla que producirla; y que reverdecería los desiertos, abriría las montañas y curaría a los enfermos. Harold Stassen anunció “un mundo donde no se conocería el hambre ni las enfermedades (…) donde las tareas del hogar se resolverán apretando unos botones (…) donde nadie tendrá que alimentar una caldera ni maldecir las emisiones, donde el aire estará fresco como en la cima de una montaña y los efluvios de las fábricas olerán como una rosa”. Cada hogar dispondría de un minirreactor atómico. Se planearon aviones y barcos impulsados por el átomo y la Ford diseñó un automóvil de propulsión nuclear, el Nucleon.
Sus resultados no pueden ser más decepcionantes. La radioterapia reforzó el arsenal oncológico pero no acabó con el cáncer. La electricidad de las centrales atómicas no es nada barata y estas instalaciones están expuestas a fugas de radiactividad, por no hablar de sus residuos radiactivos. Tampoco se construyeron aviones, coches o relojes con pilas atómicas. Y si se armaron algunos rompehielos y submarinos nucleares fue porque sus ventajas militares convencieron a los ejércitos de sufragar sus altísimos costos.
¿Y qué decir de los robots? En la Feria de Nueva York de 1939, la firma Westinghouse presentó Elektro y Sparko, un hombre-robot con su perro-robot. Los autómatas golpean a la puerta, se proclamó; pronto habría robots operarios que tomarían las decisiones y ejecutarían las tareas hogareñas. En 1966, The Wall Street Journal sostuvo que el granjero del año 2000 “será un ejecutivo sofisticado con un ordenador sirviéndole como capataz”. Hoy, los agricultores disponen de teléfonos móviles y ordeñadoras automáticas, pero ningún androide les ha librado de