Plis. Ese es el sonido que escuché el lunes cuando se fue la luz. En el cuadro de mando todos los interruptores estaban hacia arriba. Pensé que volvería en un rato. Pero lo único que duró un rato fue ese pensamiento.
15 minutos después, mis compañeros de carrera advierten, en un whatsapp, de que la luz se ha ido en toda España. A partir de ahí, la información se precipita como una tormenta de verano: inesperada e implacable: en Canarias tienen luz. En Portugal, no. En Andorra y el sur de Francia hay algunos cortes. En algunas zonas de Valladolid no hay agua. Los teléfonos empiezan a fallar.
Lo primero que hago es mirar la batería del móvil. Está al 50 %. Lo enchufo al portátil para que cargue, que la cosa tiene mala pinta. ¿Será un ataque? ¿De qué tipo? ¿Qué está pasando exactamente?
Busco un transistor. No lo encuentro. Declaro mi odio eterno a todos esos aparatejos que se convierten en poco más que plástico inerte cuando no tienes dónde enchufarlos.
Recibo algún mensaje más alarmante: hablan de una situación equiparable a la de las Torres Gemelas, de cuidar a nuestras familias…
Consigo hablar con mis padres por whatsapp. Me quedo más tranquila. No puedo dejar de pensar en las personas que se hayan quedado atrapadas en un ascensor oscuro. ¡Y con este calor!
Voy al súper. La comida no me preocupa demasiado: tengo vitrocerámica y, además, dos fogones de gas. Lo malo es que tengo que comprar papel higiénico. Voy a parecer una histérica que quiere hacer acopio. Casi supone un alivio ver que no será así: no atienden, están cerrando.
De vuelta a casa, insisto con la búsqueda de un transistor. No aparece. Eso sí, linternas tengo unas cuantas. Les cambio las pilas. Solo consigo que funcione una.
A lo tonto ya son las dos. Más o menos me mantengo informada. No quiero gastar mucha batería del móvil, pero aún funciona internet. Decido ir a por mi hija al cole. Me confirman que no están dando clase con normalidad, así que me la traigo a casa. Por el camino entran los últimos whastapp. Escribo otros que ya quedan sin enviar.
Cuando entramos en la cocina, mi hija me pregunta: «¿Por qué guardas este envase de leche en la estantería?». «¡El tetrabrik, claro!», pienso. Le contesto con una alegría impropia para la situación: «Porque es un transistor». Lo enciendo.
Intento llamar por whatsapp sin éxito. No puedo hablar con mis padres, pero sé que están bien. Mi marido está volviendo de Santander y ya está cerca de casa. En la radio explican que hay causas posibles para el cero energético que no tienen nada que ver con un ataque. Hasta cerca de las once de la noche no consigo escuchar ninguna referencia a Galicia, pero estar informada, y conectada con el mundo, tranquiliza.
No hay nada que hacer, así que me pongo a pintar la puerta del garaje (me ha quedado como nueva) mientras mi hija saca una silla de la cocina para estudiar geografía sentada a mi lado. Al rato, llega mi marido. Localizamos un súper abierto. Compramos el papel higiénico. Hacemos la cena. Hablamos un rato a la luz de una vela. Nos vamos pronto a la cama.
He dormido mal. «It wears me out», que cantaba Radiohead en «Fake plastic trees». Sí, me desgasta vernos tan dependientes de algo que no podemos controlar, tan vulnerables, tan poca cosa.
Me despierto pensando que necesito un generador, o un acumulador, o baterías solares. Y un sistema de comunicación que no falle a las primeras de cambio. Y pilas. Y dinero en efectivo.
En la prensa empieza el conteo de muertos. A lo mejor lo del generador no es buena idea. Tres muertos en Taboadela (Ourense) por la mala combustión de uno me recuerdan la frase de Tyler Durden en El Club de la lucha: «Las cosas que posees terminan poseyéndote». No sé cómo no lo he pensado antes. Si lo dice Brad Pitt, tiene que ser cierto.