Fisioterapia inmobiliaria

Supongo que en A Coruña no se le pregunta a nadie a qué concierto fue el 29 de julio de 1990. Todo el mundo sabe dónde estuvo. Aquella noche, 25.000 personas vieron a Prince en el Colegio Santa María del Mar.


Pero en Ourense sí es frecuente preguntarlo. O lo era. Entre la gente de mi quinta y algo mayores, al menos. Porque los de la ciudad de las Burgas ese día tuvimos que elegir. Y mi yo de 16 años eligió a Madonna en Balaídos.


No porque me gustase más, que prefiero a Prince un millón de veces, sino porque se dio la oportunidad. Y también, no nos engañemos, porque estaba más cerca. Entonces, aún faltaban 19 años para poder circular de modo ininterrumpido por una vía de alta capacidad desde Ourense a A Coruña.


La oferta cultural de esta ciudad sigue siendo amplia. Envidiable, en muchas ocasiones. Aunque la época de las vacas gordas ya ha pasado y ahora el cabeza de cartel del Noroeste es Luar na Lubre. Que son muy buenos, sí, quizá el alma musical de Galicia, pero no es lo mismo.


Hace unos años, Coruña, sin ser una gran ciudad, tenía la oferta cultural de una de ellas. Hoy, en lo que más nos parecemos a una gran urbe es en los problemas de tráfico, de aparcamiento y de vivienda.


A Coruña no es Madrid. Pero cuando buscas piso, lo parece. El sueldo medio aquí no llega a 1.400 euros. Pero eso no impide que te pidan más de 1.100 de alquiler. Normal que nos declaren zona de mercado residencial tensionado.


Lo que tenemos aquí es tortícolis inmobiliaria. El mercado está tan torcido que quien no hereda sobrevive a base de habitaciones interiores y rezos al dios del Euríbor. El derecho a la vivienda se ha vuelto un privilegio vintage. Como los DVD o las parejas estables.


Los datos son tozudos. En un año, el alquiler medio en A Coruña ha subido más de un 10%. Y el metro cuadrado, más de un 16. Zonas como Os Mallos o Matogrande compiten con el Ensanche. Hay pisos sin ascensor por 900 euros. Estudios sin apenas ventanas por 1.000…


La que mejor lo explica es Laura Pato, @lepetipatito, en Instagram. Nos estamos acostumbrando a viviendas ínfimas a precios desorbitados y a una definición de lujo que no puede ser más laxa. Y no nos indignamos. Aunque haya quien cobra 1.200 euros y paga 900 por habitar en una ratonera industrial.


La ciudad sufre las consecuencias de un sistema que ha convertido el derecho a la vivienda en una distopía silenciosa. Una donde ya no hay desahucios televisados, pero sí expulsiones invisibles. Jóvenes que se marchan. Familias sin opciones. Adultos que comparten piso, como en aquellos hogares con derecho a cocina de la posguerra.


La vivienda es un nuevo mecanismo de exclusión. Te deja fuera del barrio donde creciste. Te impide independizarte antes de los 40. Te obliga a compartir piso con desconocidos mientras finges que te encanta la “vida comunitaria”. La vivienda, hoy, es el Tinder de la economía: mucho swipe y poco hogar. Fotos con filtro que conducen irremediablemente a la desilusión.


Ya somos oficialmente “zona tensionada”. Pero eso, por sí solo, no va a mejorar nada. Si no se construye vivienda pública, si no se incentiva que los pisos vacíos salgan al mercado, si no se pincha la burbuja del alquiler turístico y del inversor que especula con cada metro cuadrado, los precios seguirán como las Spice Girls en 1997: por las nubes y sin intención de bajarse del escenario.


Quizá lo peor sea que los resultados en ciudades que nos llevan ventaja en esto de recurrir a la fisioterapia inmobiliaria tampoco son muy prometedores. Contención del precio, a lo sumo, según indican los datos.


Para cambiar las cosas, tendríamos que dar más guerra que Madonna en los 90. Incluso, quizá, tirar de la retranca de Siniestro Total, sus teloneros. Que parece que no, pero esto de la socarronería ayuda a llamar a las cosas por su nombre. Como quien no quiere la cosa. Sin montar pollo. Pero dejando todo claro. Que buena falta nos hace.

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