Un domingo de noviembre

Ocurre que todo es parte de un ‘puzzle’ destinado a configurar una tormenta perfecta. La España en la que --todo-- coincide es así: los líderes del Partido Popular encabezaban un acto en un hotel de Madrid este viernes mientras en La Zarzuela Pedro Sánchez prometía fidelidad a la Constitución, ante un Felipe VI con rostro muy serio; tan serio que su imagen en la promesa de fidelidad a la Constitución por parte de Sánchez en La Zarzuela ha acaparado bastantes comentarios periodísticos y tertulianos. Obviamente, al jefe del Estado, hombre prudente, no debe haberle gustado mucho el resultado de la investidura, cuyo primer efecto fue la convocatoria conjunta por Otegi y Junqueras de una manifestación en Bilbao para este sábado, para pocas horas después de la gran concentración de ‘las derechas’ en Madrid. Todo son coincidencias, ya digo. Pero vayamos al mentado acto del viernes. En uno de esos desayunos bastante nutridos, con el presidente de la Xunta como teórico protagonista, Alberto Núñez Feijóo ocupaba, silente, un lugar de honor junto a Mariano Rajoy, que era quien presentaba al conferenciante. Nunca, y digo nunca, había escuchado yo al último presidente del Gobierno del Partido Popular pronunciarse con tanta contundencia y severidad sobre la situación política surgida de la investidura: “Estoy radicalmente en desacuerdo con lo que está ocurriendo”, porque, dijo Rajoy, “se da alas a quien pretende liquidar la Constitución y las leyes”. Este tono de absoluto reproche iba a ser, claro, la tónica de las concentraciones pacíficas, aunque airadas, de este sábado, nada que ver con la violencia extremista de las ‘noches de Ferraz’.


Y es precisamente en algunas de estas noches cuando se evoca a Franco, un personaje que murió un 20 de noviembre de hace 48 años --casi medio siglo-- y de quien nadie se acuerda, o al menos nadie le visita en su mausoleo en El Pardo, excepto a la hora de que grupos de ‘ultras’, menos aislados y más numerosos de lo que uno podría esperar, armen jaleo nocturno y, claro, también a la hora de lanzar el nombre del dictador a la cabeza del adversario político en los debates parlamentarios.
Mala señal que se desentierre el nombre de quien fue conocido con el musoliniano título de ‘caudillo’, como es mala señal que algunos militares, por muy retirados que estén, pidan a sus compañeros de armas un golpe de Estado para derrocar a Sánchez. O que algún uniformado exaltado hable de verter su sangre en defensa de causa alguna. O que un diputado, por muy a la ultraderecha que se le sitúe, arengue los actos vandálicos ante la sede del PSOE. Probablemente se trata de actitudes dispersas, sin mayor trascendencia, pero que se producen cuando la cuerda de la tensión ambiental amenaza con romperse. La verdad es que Pedro Sánchez, para mantenerse en La Moncloa, nos ha llevado acaso demasiado lejos en la estrategia del enfrentamiento, de la crispación.


No sé si es la hora de pedir a Sánchez, inmerso en sus quinielas ministeriales supongo, iniciativas que serenen el cuerpo social de una nación que necesita embarcarse en muy otras tareas en lugar de levantar muros de confrontación. Si sé que es hora de que la oposición se recomponga, de que el PP se deje de buscar alianzas imposibles con quienes nada tiene que ver y busque caminos propios para la imprescindible crítica a la acción gubernamental, que motivos de inspiración para esa crítica no han, ay, de faltar. Pues claro que quienes salieron a las calles este sábado nada tenían de franquistas, y claro que la mayoría ni sabía que un ‘veinteene’ de hace casi cinco décadas moría en la cama.

Un domingo de noviembre

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