Desasosiego

La entrada de cada  nuevo año es sinónimo de alegría, brindis, cotillones, abrazos y buenos deseos.


Es una alegría contagiosa, desbordante. En cierta manera actúa como terapia grupal que sirve para aliviar los problemas reales y también los imaginarios. Es como pedirle prestado a la incertidumbre unas horas de “felicidad”.


Lo cierto es que la incertidumbre es caprichosa. El panorama internacional, del cual dependemos directamente, presenta más sombras que luces. Los indicadores económicos y la inestabilidad geopolítica nos dicen que esta crisis va para largo; politólogos serios hablan  más allá del año 2030 y que Europa será la gran afectada.


Aunque quizá lo más inquietante no sea la crisis económica, que también, sino el descarrilamiento del sentido común y la decencia. Valores que, por otro lado, son indispensables para una convivencia razonable, pacífica.  


Por defecto tenemos la insana costumbre de culpar siempre a los demás. En este caso a los políticos. Lo que no deja de ser un simplismo. Es cierto que a primera vista ellos son los grandes responsables.


Pero lo primero que deberíamos preguntarnos es de donde salen los políticos. Es obvio que de la sociedad. Por lo tanto, si ellos son su producto, entonces la sociedad tiene un problema grave.


Por lo tanto, valores y democracia están en peligro. La mala noticia es que una buena parte de la casta política actual,  tanto nacional como europea, no está a la altura para gestionarlos ni para decidir el futuro de millones de personas.


Lo que significa que la deriva no se va a parar. Prueba de ello es que en nombre de algunas ideas  llamadas valores –que desafían toda lógica– y una democracia que está siendo muy maltratada se están cometiendo todo tipo de engaños, tropelías, incluso estafas ideológicas.


Es como si todo eso lo hubieran copiado de algún manual de antivalores, elaborado en algún laboratorio de pensamiento, con el propósito de crear una sociedad desnortada, perdida,  manipulable.


Esto explicaría en parte lo de los insultos, las calumnias y las mentiras que están ocurriendo  en parlamentos y medios de comunicación. Tal parece que lo que se pretende es una intoxicación de la sociedad.


Lo peor es que la sociedad ni siquiera es consciente de la gravedad de tales actuaciones. De ahí que las extravagancias, la idiotez compulsiva y la vulgaridad competitiva se hayan vuelto tan contagiosas.


Lo cierto es que la mentira está siendo utilizada como arma agresiva, de ataque frontal. Lo triste es que funciona electoralmente. Y en una sociedad decentemente informada, con capacidad crítica, la mentira nunca debería producir buenos resultados electorales. Por lo tanto, eso debería hacernos reflexionar.  


Todo está cambiando. En estos tiempos ni siquiera las élites que gobiernan a los que nos gobiernan les preocupa que participen algunos “radicales” de izquierda en la gestión de gobierno. Incluso se alegran. Eso significa que tales radicales son inofensivos y que, además, sirven para mantener las calles en calma. Aunque eso sería para tratar en otro artículo.


Vivimos un tiempo en el cual todo indica que lo que se pretende es la despersonalización integral del individuo. Y esa despersonalización pasa, además de la desinformación, por obligarnos a consumir el “menú” del día.


Aquellos que quieran pedir otra cosa, porque no les gusta lo que hay en dicho menú, pagarán un alto precio. O como mínimo no saldrán en la foto. Como decía aquel Alfonso Guerra de otros tiempos.


Hoy con una economía de tapete verde, unos valores en retirada y una democracia con varios frentes abiertos, los medios audiovisuales parece que tienen la sagrada misión de vendernos una suerte de “diazepam” social para mantenernos aletargados, casi dormidos.


Este ansiolítico milagroso demuestra un efecto poderoso sobre las teleaudiencias. Lo que no sabemos es si continuará siendo tan eficaz a medida que la situación europea siga empeorando.


La realidad es que por mucho que griten en Bruselas que “lo verde” nos salvará parece que allí compraron ya todas las papeletas para un largo estancamiento económico.


Aunque es verdad que la esperanza es lo último que se pierde. Así que ¡Feliz Año 2023!

 

Desasosiego

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