Bestias y monarcas

Ciento cuarenta y dos aguerridos marines arrastraron el carro de fuego, hierro y bronce en el que descansaba frío, como ceniza de extinta hoguera, el cuerpo de la difunta reina. Llama viva de algo más que un país, el vislumbre de una ilusa ensoñación capaz de mover las pesadas poleas del mundo, la de la ambición. 
 

Codicia noble o innoble que lleva al hombre y con él, a la humanidad, a lo mejor y también a lo peor. Parece ser que todo lo hacemos por ambición, que sin ella no seríamos más que marines tirando de un carro o bestias de tiro de una tiranía insoportable, la de la pereza, que nos atenazaría impidiéndonos avanzar civilizados, tanto como humanos, hacia una sociedad infinita en el saber y entender. Una sociedad que no halla frontera que no le sea accesible ni posibilidad que no sea explotada hasta su infinito, el de ser cada vez más capaces y en ello más imposibles; verdadero algoritmo de lo posible. Ser imposibles es el afán más noble que alberga nuestro entendimiento en la sana tarea de ser posibles, lo demás, ambición y pereza, reina una, marine de tiro la otra. 
 

Toca ahora decidir a qué carta quedarse; triste destino bregar por ser esa perezosa tropa que tira del regio carretón funerario o ser monárquicamente ambiciosos y reposar mañana sobre un carro de guerra, tirado por marines o bestias de tiro, camino de nuestra última ambición, la de la vida eterna, afán del que solo duermen desatendidas las perezosas bestias.

Bestias y monarcas

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