Estoy leyendo un libro de un búlgaro y se me acerca un búlgaro. Esto podría pasar en cualquier sitio, pero era más probable que me sucediera aquí en Madrid.
Leía en un banco El jardinero y la muerte, de Georgui Gospodínov, y se me acercó un chico rubio, con el pelo muy corto y marcas de heridas en la cara, mal vestido, y un papel en la mano con unas calles dibujadas, que se suponía debían conducirlo a su embajada. Solo hablaba búlgaro, y poco menos que me gritaba una palabra que supuse que significaba eso, embajada. Vi que no tenía móvil —lo que hoy en día parece casi sinónimo de pobreza extrema—, consulté la dirección en el mío y traté de explicarle por señas que estaba allí cerca. Me lo hizo repetir media docena de veces.
Tenía la mirada perdida y parecía alterado, además de desvalido. Yo, en medio de las instrucciones, le enseñé el libro y le dije que el autor era búlgaro. Lógicamente, el hombre no se mostró especialmente interesado en hablar de literatura. Pero se despidió muy agradecido, saludándome efusivamente.
El libro —publicado por Impedimenta y traducido por María Vútova, con la que hasta he hablado un par de veces en redes sociales, y que no sé si traduce fielmente o no, pero, escribir, escribe de maravilla— es de hace solo un año, y es una reflexión sobre los últimos meses de vida y la muerte de su padre. Me ha gustado muchísimo. Tanto como Física de la tristeza y Las tempestálidas, las dos —originales, interesantes, magníficas— novelas suyas que he leído, y creo que más que la colección de cuentos Acerca del robo de historias y otros relatos.
Es un libro sentimental e intelectual a la vez, como debe ser, en el que dice algunas cosas muy profundas, donde expresa con mucha claridad su tristeza y toda la importancia que para él tuvo su padre y, por tanto, también su desaparición. Y, todo eso, con un lenguaje que no cae en la sensiblería, que suena sincero y creíble, y llega a ser desgarrador. Imagino que escribir bien consiste justo en eso.
Aquella tarde estaba sentado en la Plaza del Perú. Estos días estoy tratando de ponerle cara a los barrios de Madrid, para saber dónde nos gustaría vivir. Espero a que haga algo menos de calor —aunque ayer a las siete aún había 35 grados—, voy en transporte público hasta la zona que quiero ver y me pongo a pasear.
Ayer anduve dos horas seguidas y casi me deshidrato, y eso que aquí sudo muchísimo menos que en Ferrol.
El centro, casi todo, es una selva. Y más en verano. Lleno de turistas, lleno de personajes histriónicos, lleno de ruido y saturado en general: poco apetecible para más de un rato. Los barrios periféricos, incluso dentro de la M-30, en cambio, demasiado tranquilos si vienes con ganas de vivir la ciudad. Parece que lo deseable sería un término medio, próximo al ajetreo pero fuera de él, con ambiente pero sin frenesí. Veremos dónde acabamos.
El proceso por ahora es el siguiente: descubrimos un sitio que nos gusta, abrimos Idealista y vemos el mapa lleno de puntitos amarillos, metemos el filtro del precio y desaparecen todos los puntitos excepto un semisótano interior de 23 metros cuadrados.
De noche cené solo en una plaza muy bonita, la de Olavide. La tortilla, como casi siempre, fue una decepción, pero no me chafó la celebración y la alegría por mi hijo Carlos, que ha conseguido entrar, tras un año o sabe Dios cuántos de travesía en el desierto, en la carrera que quería. Creo que para él comienza ahora por fin una buena etapa, y hacía mucho tiempo que no me sentía tan feliz. Y espero verlo.
De todas las reflexiones que hace Gospodínov, la que más me ha impactado está casi al final del libro y hace referencia a esta esperanza de ver lo que está por venir: dice que la tristeza de la muerte, o mejor dicho del moribundo, es por el futuro y no por el pasado. A lo mejor es una obviedad, pero no me lo parece. Que si solo nos doliera lo que ya pasó, que si solo se tratase de despedirnos de lo que fue, todo sería más soportable; que es el dolor de lo que vamos a perdernos, de lo que ya no vamos a vivir, de lo que será, el terrible, el que nos da tanta pena. Por ejemplo, si yo ahora supiese que no iba a ver cómo le irá a Carlos.
Queremos que vivan, que vivan mil años y sean felices. Y al mismo tiempo no habría, no habrá, nada tan triste como perderse sus vidas. Desaparecer de ellas, no poder seguir sabiendo de ellos, hablando al menos de vez en cuando. Que les pasen cosas y no estar. Con lo que los queremos. “Un día llegarán los bisnietos que tanto esperaba, pero ellos no lo recordarán”, dice él. Y es eso exactamente: no poder alegrarnos de las alegrías que les aguardan, ni acompañarlos cuando sufran, cuando se sientan solos, aparecer y ayudarles, o simplemente recordarles que tienen a alguien siempre, siempre, siempre a su lado.
Es el futuro, no estar en el futuro de quienes queremos, lo terrible de morir, lo que nos da tanta pena.
Y no sé cómo he llegado del búlgaro y los pisos de Madrid hasta aquí. Cuando uno es el alma de la fiesta, lo es y punto. Pero, en fin, para todo eso falta mucho. En cambio, para llegar a casa y verlos a todos, solo un par de horas.