UN HOMBRE SENTADO | Espejos por la calle

Letras sosegadas en #Nordesía: Fernando Soto reflexiona sobre lo que se descubre de la gente con mirar alrededor
UN HOMBRE SENTADO | Espejos por la calle

Como casi cada tarde últimamente, sobre todo desde que hace buen tiempo, estoy sentado tomando un café en una terraza de la calle Real. Lo único que cambia, dependiendo del calor, es si lo pido con hielo o no.
Y leo, si estoy solo siempre leo. Aunque atiendo poco al libro. O, mejor dicho, atiendo mucho a ratos, y de ahí paso a no atender nada; me meto en la lectura un par de páginas, hasta que un comentario oído al vuelo o unos pies que pasan me hacen levantar la vista y fijarme en alguien. Y esa alternancia entre ensimismamiento y observación me gusta. De hecho, me encanta.


Veo pasar mucha gente. A muchos los conozco, pero, aunque a estas alturas de mi vida y tras pasarla casi toda en Ferrol me parezca increíble, a muchos más, no. Y sobre todo con ellos, con las personas que no he visto nunca, de las que no sé nada, trato siempre de imaginar cómo serán sus vidas.


Me fijo en sus caras, en su expresión, en su desenvoltura o su tensión al andar, me fijo en si caminan rápido o despacio, si van erguidos o cabizbajos, y si miran alrededor, y cómo, o por el contrario clavan la mirada en el suelo o en un punto fijo delante de ellos; me fijo en si van hablando o están callados, e intento adivinar si les van bien las cosas, si están contentos o no. Trato de saber, por esos diez segundos que los contemplo, si son felices. Es como una obsesión.


Si se sientan cerca ya cambia todo. Sus conversaciones me dan muchas más pistas, claro, pero a la vez el juego pierde la gracia. Prefiero basarme solo en las apariencias, en mi nada fiable intuición. Además, las conversaciones, en su mayoría, le quitan cualquier misterio a la gente. Hay muchas, muchísimas más aburridas que interesantes. Y no digo para mí, sino para ellos, para quienes las tienen. En ocasiones se nota que se aburren tanto que me resulta descorazonador, y un día acabé cambiándome de mesa por no oírlos.
Hay mucha gente que camina contenta, claro, o por lo menos normal, pero siempre me llama la atención cuánta parece estar mal, cuánta tiene aspecto de ir enfadada o, como mínimo, a disgusto. Y eso que se supone que están allí por placer. Veo caras serias o malhumoradas, gestos hoscos, muecas de desagrado y bocas fruncidas en una expresión de rechazo. Algunos parecen convencidos de que se les debe algo. Y veo muchas caras que describiría como de desconfianza: gente que parece moverse con miedo, que da la impresión de sentirse insegura y recorrer la calle a la defensiva, por si acaso, mirando a su alrededor con aprensión, alerta a las incontables amenazas del mundo y sus habitantes. Hay personas, sobre todo esas, que me dan pena.

“La gente que me pasa por delante son espejos. A veces cóncavos, a veces velados...”

Naturalmente, lo más interesante, lo que más estimula la imaginación, son las parejas. Tratar de deducir cuánto llevan juntos, tratar de adivinar si se sienten a gusto y ambos quieren estar allí. Intentar saber si se gustan lo mismo o la atracción es desigual. Tratar de adivinar si tienen futuro. En diez segundos, en unos pasos, en la forma de darse o no darse la mano, en la forma de mirarse, de hacerse caso o no, tratar de adivinar si se quieren.


El jueves se sentó dos mesas más allá una pareja ya mayor, más cerca de los ochenta que de los setenta. Un matrimonio. No los conocía ni los había visto nunca. Ella pidió un agua fría y él un descafeinado con leche. No los oí hablar, se lo tomaron y antes de media hora se levantaron y se fueron. Ella, de frente a la gente, estuvo fijándose en los que pasaban, sobre todo en las mujeres; y de vez en cuando pensaba en su hija, que vive en Madrid, y en sus nietos. También en su yerno, que no está mal, que debería gustarle, pero que no acaba de convencerla. Él se acordó de cuando se sentaban, de novios, un par de manzanas más allá, y por un instante lo atravesó un aire de melancolía, pero enseguida pensó que antes las terrazas solo se ponían en verano, y con razón, porque tenía un poco de frío. A veces, ella lo miraba; otras, la miraba él. Estuvieron callados hasta que uno de los dos dijo si se iban. Se levantaron y se marcharon andando despacio.


El sábado 31, fue mi cumpleaños. A mi edad cualquiera debería saber ya, incluso si nunca se ha psicoanalizado, que al mirar proyectamos, que cuando juzgamos nos exponemos, que al observar nos dejamos ver. Que al leer señales en los demás siempre descubrimos nuestra forma de escribir.


La gente que me pasa por delante, los hombres solos, los niños fijándose en todo, las señoras contándose qué hicieron de comida, las parejas aburridas, las que se agarran como quien lleva la bolsa del súper o las que se miran a los ojos con amor son espejos. Espejos a veces cóncavos, a veces velados, que pasan frente a mi silla, en los que me veo, que me devuelven mi imagen algo deformada y borrosa. Y en esos segundos no hago más que tirar del hilo de mi experiencia, rebusco en la maleta que llevo, llena de todas las cosas que he ido guardando desde que nací, hizo ayer cincuenta y cinco años. Miro y me veo. Siempre nos vemos.
Y luego me levanto y me marcho, andando despacio. 

UN HOMBRE SENTADO | Espejos por la calle

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