Cuando uno lleva tantos años dedicado a lo que fuere (en este caso, una columna dominical), cada cierto tiempo le añade algo de sal y pimienta a lo que ustedes ya conocen por aquello de que cualquier oficio humano, por estrictos que sean sus límites, no puede evitar innovarse a sí mismo en detalles que a veces solo son perceptibles para el orfebre, pero que, sin embargo, por leves que sean, son lo que mantiene vivo la pasión del orfebre por su artesanía.
En mi caso, en lo que concierne exclusivamente a esta columna, el primer paso grande fue el pasar de Desde la butaca, donde me ocupaba única y exclusivamente del cine de estreno, a Bromuro Catódico, donde advertía, ya desde el título, que íbamos a hablar de televisión y cine en igualdad de condiciones.
Bromuro Catódico se reconvirtió una vez más, hace un par de años, cuando decidí que no era suficiente con abordar cine y televisión, sino que debía hacerme eco de dos fenómenos del audiovisual que dominan nuestro tiempo del ocio a un nivel igual o superior del cine. El anime, que ya es, sin duda alguna, el verdadero poder blando de los nacidos en el 90 en adelante, la gran referencia en cuanto a cultura popular se refiere. Y los videojuegos, a los que he legado buena parte de mi vida como profesional y como aficionado.
Ya he titulado una de mis reseñas/reflexiones sobre el audiovisual Los nuevos mitos. No les puedo decir exactamente cuándo (los anaqueles de mi memoria, aunque bastante generosos, no llegan a tanto); pero sí sé que he reflexionado sobre ustedes, bajo este mismo título, sobre que lo mejor de la era streaming para mí (la de los Netflix, Disney +, Max y compañía) era la creación de mitos que en la propuesta del gran cine comercial actual jamás hubieran tenido una oportunidad. Cosas como Cobra Kai, Stranger Things, Dark o algunos más de nicho, pero igual de extraordinarios, como puede ser la maravillosa serie de animación Pantheon inspirada en los relatos sobre la inteligencia artificial de Ken Liu.
Yo soy como ustedes. Y cada semana sigo una rutina similar. Me planteo de qué he escrito la semana pasada (anime) y me pregunto sobre qué voy a escribir la semana siguiente tratando de mantener siempre una rotación razonable entre los cuatro palos que toco (series, videojuegos, películas y anime como concepto). Esta semana me paseé por Netflix y me propuse escribir algo desde el sofá; catódico. Y me encontré conque la película más vista en España, en estos momentos, era La calle del terror. La reina del baile. Sonreí inmediatamente.
Verán, dentro de estos Nuevos Mitos, una de las cosas más deliciosas que ocurren es el dar cabida a piezas más o menos desconocidas de otro arte y convertirlas en sorprendentes éxitos comerciales. No se puede decir que la obra de R.L. Stine, el Stephen King de los niños, se correspondan, precisamente, por lo que entendemos por una obra poco conocida. Pero desde luego La calle del terror, su numerosa serie de novelas dirigidas a un público adolescente tardío, no son ni de lejos tan conocidas como Pesadillas.
Allá por 2021, Leigh Janiak, una cineasta más que estimulante de mi quinta, se firmó tres estupendas películas, todas ellas encabezadas por La calle del terror: 1994, 1978 y 1666. Todas compartían el mismo lugar, Shadyside, una ciudad estadounidense inventada donde las cosas siempre van mal. La trilogía de Janiak jugó a una maravillosa historia en retroceso sobre la misma maldición operando en tres líneas temporales distintas. Era, además, tremendamente divertida.
Y ahora, cuatro años después, y ya sin Leigh al mando, se nos retorna a La calle del terror en La reina del baile. He leído críticas poco agraciadas a esta cinta (su Filmaffinity es bastante mediocre). Pero yo lo que he visto desde el sofá es que todo lo esencial se ha mantenido en esta nueva cinta. Es menos ambiciosa en mitologías entrecruzadas que los filmes de Janiak; pero funciona como un tiro. Y consigue algo francamente admirable. Pasarse dos tercios de su metraje (una hora) en el baile de fin de curso, dilatando con mil y una peripecias la caza de bellas adolescentes en su noche de gala.
Enlaza también, pero sin perder el foco, con la mitología creada por Leigh en la pasada trilogía. Y es, seamos claros, diabólicamente divertida. Y a mí me reconforta. Porque independientemente de las diabluras que cometen, atrozmente, los Netflix, Tencent, Nintendo, Disney y demás grandes emporios del mundo, lo que queda para el futuro son las obras. Y yo quiero nuevos mitos. De Jurasic Parks XXXVIII, ya voy bastante harto.