Imagínense ustedes de vacaciones, pero de vacaciones como dios manda, ¿eh?, nada de cutreces; bien lejos, para fardar mucho. Te pasas dos o tres días de carreras entre tu casa y aeropuerto, aeropuerto y otro aeropuerto, autobuses, metros y, por fin, el tan ansiado “check in”. La habitación no está mal, pero estaría mejor si no tuviera restos arqueológicos de los anteriores moradores. Bah, total, nimiedades: que si unos calcetines, que si huellas de zapatos en la colcha… Nada de importancia. Con tal de que no haya sangre y te abran la puerta de una patada a media noche los de la policía científica, “no problemo”. Porque explícale tú a esos señores que hablan tan raro que acabas de llegar y que solo sabes que no sabes nada de nada. Pues eso, que nada. Ahora empiezan los madrugones para pillar buen sitio en el comedor y que te quede algo en el buffet que no esté todo machacado-toqueteado. Sal corriendo para hacer cola en el aquapark, en el chiringuito, en el museo, donde Cristo perdió la zapatilla… El último día ya estás tan muerto que ni sales del hotel. Y, por fin, el ansiado “check out” y para casita. Mucho estrés, señores, mucho estrés. Lo dicho: sobrevaloradas. FOTO: facturando maletas en el aeropuerto | europa press