Un Estado no tan perverso

Cuando se cierre el balance de la infausta jornada de ayer sobre el pulso sostenido entre el Estado y los rebeldes catalanes, comenzará la inevitable cantinela del día de después, pero que ya se viene abriendo paso  desde hace algún tiempo: ¿y ahora, qué?  Ahora, según la tesis dominante,  toca hablar. Lo que está por concretar es el meollo de la cuestión: sobre qué, con quién, cuándo y sin crear agravios comparativos. Supongo que sobre éstos últimos estarán ojo avizor el resto de comunidades, incluso las forales.  

Cierta es la necesidad de que haya diálogo y escucha. Pero, para empezar,  habrá de ser sobre la base de la realidad de los problemas y no de invenciones.  Puigdemont, Junqueras y Mas han sido los últimos y más recientes en ofrecer a los catalanes la ficción de una independencia sin costes ni inconvenientes que, además, liberaría a Cataluña del supuesto expolio de 16.000 millones de euros anuales contantes y sonantes al que España les somete; el célebre “España nos roba”. Una independencia que no generaría problemas de continuidad en la Unión Europea, en el euro y el mercado interior. Una Arcadia feliz, en definitiva, que no se corresponderá para nada con la dura y larga travesía del desierto que habría que recorrer.

Además, el nuevo capítulo del proceso que comienza no va a ser ni mucho menos fácil. Me quedo con comentarios recientes de profesionales catalanes, pero que trabajan fuera de aquella comunidad, para quienes la opinión pública española no es consciente del malestar de la sociedad catalana. Profesionales que deberían estar bien y pluralmente informados, pero que  no se apean del sentimiento de “cabreo, maltrato, ninguneo y humillación” que allí se vive con respecto a los poderes centrales.

Y eso, a pesar del altísimo nivel de autogobierno de que se goza; de recibir un tercio de los créditos regionales del Estado; de registrar, sin tener en cuenta  los dos privilegiados regímenes forales, el segundo PIB regional per cápita más alto; de estar en el pelotón de cabeza en bienes y servicios; de contar con el mejor –aunque más caro– sistema universitario del país; de haber dispuesto hasta ahora de un sistema de financiación hecho a su medida, y de perfilarse como una de las más beneficiadas en el nuevo modelo que se prepara.

Todo es perfeccionable.  Pero ¿tan perversa habrá sido –nos preguntamos muchos- la actuación del Estado en lo que de él ha dependido como para que aun así hayan sido posibles estas realidades? Más aún: ¿tan perversa como para justificar toda una rebelión institucional y una pretensión de independencia que no tienen precedentes en los países democráticos de nuestro entorno? Después de tantos años de inyección en vena de tales funestas percepciones a través del potentísimo sistema mediático allí existente, quitarlas va a ser harto complicado. Después de lo vivido, la brecha entre las partes será enorme.

 

Un Estado no tan perverso

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