La cadena perpetua

Sin el propósito de la rehabilitación y de la reinserción social, la pena de cárcel queda en mero castigo, esto es, en una suerte de venganza fría extendida hasta más allá de lo que el automatismo natural de devolver el daño inferido solicita. Pero hay más, relativo al forzado y grosero debate sobre la cadena perpetua disfrazada de “prisión permanente revisable”: toda vez que la privación de libertad degrada la condición de las personas, las desquicia y las instruye en nuevas y peores modalidades del delito, ¿qué junta o tribunal estaría capacitado para discernir y convencerse de que cualquier penado está, cumplida su condena temporal o vencidos los 25 años para la “revisión” de su perpetua, en mejores de condiciones para quedar libre que cuando entró?
Sin el objetivo de reeducar, reconducir y mejorar al preso mediante un tratamiento humanitario y eficaz, casi ningún interno saldría jamás de la cárcel si se le aplicara esa especie de examen para la libertad que instituye a los 25 años la actual ley del PP y que, en caso de suspenderse, se repetiría cada dos. La cadena perpetua, o llámesela como se quiera, abole vergonzantemente ese propósito de redención, y con él, no solo la esperanza y el derecho del reo a conocer los términos y el término de su condena, sino las garantías constitucionales que a todos nos amparan.
¿Qué hacer, pues, con aquellos, autores de crímenes aberrantes, de los que presumimos, con razón en muchos casos, su incapacidad para reeducarse, reconducirse y rehabilitarse? ¿Qué hacer con quienes, por sus graves patologías de conducta y morales, suponemos sin posibilidad de cura y dispuestos a reincidir en sus delitos no bien recuperen la libertad? La respuesta a tan complejo y sensible dilema, de existir alguna impecable y del todo convincente, habrá que buscarla en el estudio, en la reflexión, en la discusión serena, en el conocimiento de los que más saben, y no en el maniqueismo entre los que de antemano se vencen a la visceralidad y los que se acogen a los clichés pastueños de ideologías falsamente buenistas.
Entre la cadena perpetua y la puesta en libertad, merced a los beneficios penitenciarios que acaso no deberían disfrutar los peores asesinos, en pocos años, existe un arco de alternativas que se deben explorar, pero que, al tiempo, alejen la tentación de destruir los principios de civilidad que tanto nos ha costado instituir. La sociedad debe protegerse al máximo de sus depredadores, pero no envilecerse en su lucha contra ellos.

La cadena perpetua

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