Dos jóvenes descorbatados

algún día, un historiador contará que, aquel 28 de junio de 2017, aquí y ahora pasaban muchas y significativas cosas: por ejemplo, que 81 exparlamentarios, supervivientes de los 350 que ocuparon los primeros escaños democráticos, acudieron al Congreso a escuchar al rey Felipe conmemorando las cuatro décadas de democracia que han transcurrido desde junio de 1977. Y, aunque nadie lo dijo así, también se estaba consagrando el fin, al fin, de la primera transición.
Bueno, hizo algo más el monarca que festejar un pasado afortunado: el jefe del Estado estaba abriendo la antesala del futuro. Y, para demostrarlo, ni siquiera se invitó al rey emérito al acto que rememoraba tiempos que él, Juan Carlos I, había protagonizado. “En España, rey solo hay uno, Felipe VI”, titulaba algún digital, de esos que, cuarenta años atrás, no hubiesen sido ni siquiera imaginables. Pero ese día, al tiempo, pasaban, dirá el historiador, otras cosas.
Porque, al mismo tiempo, estallaba, en la plaza de Chueca, la ciudad convertida en la capital mundial del orgullo gay. Quién lo hubiera dicho cuarenta años antes. Y el ministro de Hacienda era reprobado por la oposición: seguramente el peculiar y corajudo ministro sabía ya que, acosado como nunca por algún medio de comunicación, le quedaba poco para convertirse en un ex.
Y la muchachada de Podemos organizaba un homenaje a las víctimas del franquismo, como si víctimas de aquella dictadura no hubiésemos sido todos. Y me da la impresión de que el propósito del despropósito era consolidar la división de dos Españas, la mayoritaria que se levanta cuando suena el himno nacional y la la minoritaria, que permanece sentada, clavel en las manos para tenerlas ocupadas y, así, no aplaudir. Perfectamente legítimo, pero incompatible con la España que tendrá que llevar a cabo las reformas, al ritmo que convenga. Y lo que conviene no es la extrema prudencia que derrochan algunas instituciones y, desde luego, el inquilino de La Moncloa.
Por eso, sospecho que nuestro historiador pondrá el foco en el encuentro que mantuvieron dos jóvenes, chaquetas oscuras, camisas blancas descorbatadas, en plan Tsipras, Rivera y Pedro. No soy un fanático del segundo, y mantengo una cauta reserva sobre lo que vaya a hacer el primero, que me resulta más esperanzador. Pero de ahí tiene que surgir el pacto reformista, regeneracionista, que el país pide a gritos. Es urgente que se entiendan en una ofensiva parlamentaria, olvidando el socialista sus ambiciones personales, que tanto y tan peligrosamente le hacen coquetear con la otra España y que le obligan a hostigar a quien, por las urnas, ostenta el poder. Le guste o no a Sánchez, él está entre los que se ponen en pie y firmes para escuchar el himno y, por tanto, jamás podrá estar con quienes siguen sentados.
Ignoro si Sánchez o Rivera será el sustituto de Rajoy. Me inquieta poco; hay muchos presidenciables sensatos de esta lado y dudo que alguna vez lo sea el insensato del lado de allá que se atreve a soñar con llegar a la cúspide monclovita.

Dos jóvenes descorbatados

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