Una suerte relativa

s cierto que las palabras moldean nuestro pensamiento. Y en la cultura posmoderna se juega mucho con ellas con el objeto de crear sueños imposibles o esperanzas poco realistas.        
Hace unos días llamó a una emisora de radio una joven de treinta y tantos años. Decía estar muy preocupada y desilusionada. Se quejaba de que su generación era la más perjudicada de todas, que no tenía presente y mucho menos futuro. Pensaba que la siguiente iba a ser más afortunada.
Su punto de vista me llamó la atención, puesto que a pesar del pesimismo que desprendían sus palabras todavía creía en los milagros, en un supuesto y maravilloso mundo que venía detrás.
Mantener el optimismo es importante, pues ayuda a las personas a superar obstáculos y dificultades. Pero una cosa es alimentar cierto entusiasmo y otra perder de vista la realidad. Y todo apunta a que las generaciones venideras lo tendrán muy crudo. Demasiado.
No se puede negar que la historia demuestra, salvo en los períodos decadentes, que la siguiente generación siempre vivió mejor que la anterior. Sin embargo, lo que sucede ahora, además de la quiebra de los valores, se diferencia profundamente del pasado. Se trata de la revolución tecnológica que lo está poniendo todo patas arriba.
Lo que significa que sin un plan viable para enfrentar los retos que se avecinan (desempleo masivo, pobreza, guerras, escasez de recursos vitales, como el agua, etc.), la siguiente generación no lo tendrá tan bien como la oyente cree.
Los que pueden cambiar la ecuación barren para debajo de la alfombra, es más, hacen campañas de intoxicación para difuminar otros planes. Aunque ya estamos acostumbrados. 
También cuando cayó el muro de Berlín decían que nos esperaba un futuro increíble, de bueno, pues ya no existirían más bloques ni más muros. Sin embargo, cada día construimos más muros, algunos incluso invisibles, que en cierto modo son peores porque están cargados de hipocresía.
Así que, creer a pies juntillas que el futuro será maravilloso, es casi como creer que Caperucita Roja fue un personaje real. A uno le asaltan serias dudas de que en los países desarrollados la próxima generación vaya a vivir mejor. Y aquí también habría que aclarar lo que significa “vivir mejor”. Aunque eso sería para otro tema.
Seamos realistas, el futuro no pinta nada bien. Empezando por el laboral. Un mundo automatizado, donde unos individuos llamados “robots” realizarán el trabajo de los humanos no es como para tirar cohetes o irse de juerga para celebrarlo. 
Aunque a primera vista nos pueda parecer todo tan fantástico que exclamemos ¡qué guay! ¡Los robots haciendo nuestro trabajo! Pero no será todo tan guay como tratan de presentarlo. Es una cuestión de simple aritmética. 
Por lo tanto, aquí viene la pregunta del millón ¿quién pagará las pensiones de jubilación debido al desempleo masivo que producirá la tecnología? ¿Los dueños de los robots?  Dato curioso, ningún político habla de ello. Porque vamos a estar claros, incluso a la generación de hoy, la que trabaja, le será imposible sumar suficientes años para poder jubilarse algún día. Entonces ¿qué le quedará a la siguiente? 
Muchos jóvenes ya asumieron que no tendrán pensión de jubilación. Lo terrible y lo increíble es que lo acepten así, sin más. Quizá esa pasividad se daba a que viven en una burbuja, una especie de falsa “zona de confort” que no les deja tomar conciencia ni pensar en la realidad. No saben que esa burbuja al mínimo pinchazo se puede desinflar, quedándose todos sin protección.
Cuando la gente joven de esta generación, sin ir siquiera de la siguiente, alcance la edad del retiro y vean que no pueden hacerlo, se tirarán de los pelos de rabia y de impotencia. Aunque para entonces ya será demasiado tarde. 
Por lo tanto, no es que a la actual generación le haya tocado lo peor. No nos engañemos –solo hay que usar un poco de lógica para darnos cuenta–  que lo peor está por venir. 
Si no se buscan alternativas serias y racionales al desempleo masivo que crearán las nuevas tecnologías, el futuro no será tan maravilloso como cree la oyente de la radio. ¡Nada que ver!
 

Una suerte relativa

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