¿Y ahora qué?

Sigue creciendo el embarullamiento en la política española. Como si ya no tuviéramos suficiente con la corrupción, ahora nos aparece el problema catalán. La cosa promete.
Sin duda, la cuestión catalana es el asunto más candente y complicado del momento. Y la cosa tiene toda la pinta de extenderse. Es una situación difícil de tratar, al menos desde ciertos posicionamientos políticos. Aunque no se puede negar que fue un desafío directo al Estado por parte del independentismo, al violar la Constitución y las leyes vigentes, el problema, se diga lo que se diga, sigue teniendo raíces políticas; ignorarlas no cambiará la realidad.
Si el independentismo pierde apoyos en las elecciones del 21-D puede que el problema empiece a desactivarse. Eso sí, muy lentamente. Pero ¿y si consigue otra vez la mayoría? Si así fuera ¿qué haría entonces el Gobierno y los partidos que lo apoyan? ¿Tienen acaso un “plan b” para enfrentar semejante patata caliente?
Se debería analizar con sumo cuidado lo que ocurre en Cataluña, considerando si el sentimiento de separarse de una buena parte de la sociedad es exclusivamente achacable al independentismo, o si también existe en ese proceso un componente de rebeldía en contra de los poderes dominantes; la cuestión no es tan simple como parece a primera vista.
En todo caso, las cosas llegaron demasiado lejos. A estas alturas muchos se preguntan cómo el señor Carles Puigdemont y su equipo no previeron la reacción de Madrid, pues era fácil de adivinar. Empezando porque el Gobierno no podía  quedarse de brazos cruzados viendo como se proclamaba la república catalana; violaría la actual Constitución. La explicación más simple es que el cesado Ejecutivo catalán aceleró tanto el coche independentista, que llegó a un punto en que se vio desbordado, sintiéndose incapaz para frenarlo; hay fuerzas que una vez liberadas pueden resultar incontrolables.
A primera vista lo del derecho a decidir suena bien. Pero imagínense ustedes por un momento que se pactara un referéndum para que Cataluña ejerciera ese derecho.
No hace falta ser un lince para darse cuenta, sobre todo conociendo nuestra idiosincrasia, de que se destaparía la caja de los truenos.
Y por una razón elemental: que las otras comunidades autónomas querrían lo mismo. Les asistiría ese derecho. Lo que significa que, una vez abierta esa posibilidad, España podría diluirse como nación, es decir, podría llegar a su total desintegración. Es muy posible que en unos pocos años acabara dividida en 17 países; o más.
Romper un país es siempre desgarrador y doloroso. Y por higiene política es necesario recordarle al actual Gobierno, que no se debería desear para otros países lo que no se desea para el propio. Mencionamos esto, porque en el pasado, para satisfacer intereses espurios y de vasallaje, hubo gobiernos españoles que apoyaron abiertamente la desintegración de algunos estados europeos.
No suele ser un buen negocio moral invocar la legalidad constitucional en casa y, por otro lado, apoyar afuera la “voladura” de otras constituciones. Cambiar de principios según convenga no es ético, ni tampoco recomendable, puesto que a la larga trae consecuencias. Por lo tanto, sería muy saludable aparcar los relatos hipócritas para ser más coherentes, más transparentes, menos cínicos.
Últimamente hemos escuchado voces calenturientas e irresponsables, hablando incluso de ilegalizar los partidos independentistas, lo cual sería un auténtico disparate.
Además de ser una medida totalmente antidemocrática, propia de un Estado autoritario. Buscar ese tipo de atajos no conduce a nada constructivo, sino a empeorar las cosas; más todavía de lo que están.
No hay que olvidar que los problemas políticos necesitan soluciones políticas. ¿Acaso con la ley en la mano se podría resolver, por ejemplo, una desobediencia civil masiva? Gandhi demostró que no.
Para finalizar, todos sabemos que la imaginación es muy importante para solucionar cualquier problema. Y en política  más. A lo mejor el problema catalán, que más que catalán es un problema español, es cuestión de echarle imaginación. ¡Quién sabe…!

¿Y ahora qué?

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